Descubrí a Lorca con tan sólo once años, reconozco que nunca fui una niña común. Tal vez si mi vocación no se hubiera materializado en la forma en que lo hizo, la escritura sería ahora mi sustento.
El caso es que casi tres décadas después se me ofrecía la posibilidad de desentrañar por fin el misterio de la muerte del autor de Yerma, fusilado de madrugada al comienzo de la Guerra Civil en una cuneta de la carretera que une las localidades de Víznar y Alfácar, víctima de la barbarie impuesta por quienes glorificaron la muerte por encima de todas las cosas, y de las rencillas entre los clanes familiares que habían hecho fortuna con el cultivo de la caña de azúcar en la vega granadina una vez que se había perdido la colonia de Cuba. Algunos hechos se conocían acerca de las últimas horas de Lorca, pero muchas más eran las incógnitas sobre su muerte, entre ellas la fosa en la que reposaba su cadáver. Otros lo habían intentado antes. Todos fracasaron.